Por Angel Canó, Santo Domingo.- La figura del Defensor del Pueblo (Ombudsman) resurge del rincón más apartado del olvido institucional gracias a los trabajos de la Asamblea Revisora que, como parte de sus labores de modificación de la Constitución y en atención a una propuesta del Presidente de la República, le ha aprobado elevándole a categoría constitucional, luego de permanecer oculto por un espacio de ocho años.
En el 2001 fue aprobada la Ley 19-01 en la que se consagra la figura del Defensor del Pueblo como una autoridad independiente, no sujeto a ninguna limitante que no sea el apego a la ley, con autonomía funcional, administrativa y presupuestaria, teniendo como objetivo esencial salvaguardar y defender los derechos de los ciudadanos plasmados en la Constitución cuando sean vulnerados por funcionarios de la administración pública.
No resulta extraño que la clase política no se haya puesto de acuerdo para que a través de sus delegados en el Congreso pudieran seleccionar la persona que ocuparía el cargo de Defensor del Pueblo, por cuanto la propia ley consagra que de una terna sometida por la Cámara de Diputados se escoge a la persona con el voto favorable de las dos terceras partes de la matricula de los senadores. Aquí es donde se levanta el muro invisible que ha impedido su escogencia: los senadores extrañamente nunca han logrado el quórum reglamentario para escogerlo, bajo todos los argumentos y excusas de cualquier naturaleza pero que en el fondo obviamente indican la falta de voluntad política de instituir una figura que deviene en un fiscalizador de la actividad y actuación de los funcionarios públicos.
Resulta obvio que esta figura del Defensor del pueblo se erige con un rango superior de fiscalización y supervisión de la actividad de la administración pública y de las agencias privadas prestadoras de servicios públicos, con lo cual se puede estar afectando muchos intereses reales y potenciales, actuales y futuros, dentro de la administración pública, mucho más cuando la propia ley, partiendo de la naturaleza de esas funciones, le confiere el poder de atender las quejas de los ciudadanos afectados en sus derechos fundamentales como consecuencia del accionar de la administración pública y motorizar acciones penales a través del misterio público, lo que parece que viene a ser la única razón por lo que la clase política no haya asumido con la debida responsabilidad en el tiempo su designación.
Esta figura del Defensor del Pueblo tiene su origen en Suecia, y se le conoce igualmente como Ombudsman, y desde el inicio este funcionario tenía competencia para ejercer una estricta vigilancia para asegurar el cumplimiento de las leyes y normas y velar porque los servidores públicos cumplieran sus obligaciones. Entrado el Siglo XX se difundió a una gran cantidad de países, incluyendo al Continente Americano, y a partir de finales de la década de los ochenta empezó a ser insertado en el marco legal de muchos países latinoamericanos tales como Costa Rica, Venezuela, Nicaragua, adaptándose en cada caso a las necesidades propias del sistema social, político y jurídico de aquellos que lo han adoptado.
En palabras claras, el Defensor del Pueblo prácticamente llega a nuestro país como una figura prácticamente superada su novedad en lo que es la trayectoria moderna de la defensa de los derechos de los ciudadanos, por cuanto no es menos cierto que en algunos de los países latinoamericanos donde ha sido adoptada la figura, se han generado situaciones particulares de importancia que deben ser referentes obligados para nosotros. La implementación de ésta figura, ocho años después de la ley, más el que tome la reforma de la Constitución, debe implicar un proceso de concretización más acabado de manera que el desfase creado entre la Ley 19-01 y el nuevo carácter constitucional que se le impregne pueda recogerse fielmente en un trabajo de adaptación a la realidad social, política y jurídica actuales.
Esta aprobación de rango constitucional debe promover la reapertura del proceso de selección de aquel que debe ser escogido como Defensor del Pueblo, una posición que conlleva un importante nivel de responsabilidad frente a la sociedad y al poder político, por lo que no puede ser festinado con una designación complaciente sino que, por el contrario, debe ser el resultado de una participación activa de los grupos de la sociedad civil más que de la clase política.
Nada nuevo bajo el sol salvo que, de formalizarse la reforma constitucional, debe sacarse la ley del olvido, puesto que el Defensor del Pueblo ya no tiene más excusas para su retardo.
Ángel Canó
Abogado y Profesor Universitario
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